Sobre la psicología del colegial - 1914
Freud
había descubierto estando en el bachillerato que quería hacer alguna
contribución al saber humano. Luego se hizo médico, más bien psicólogo, y creó
una nueva disciplina psicológica, el psicoanálisis. Como psicoanalista debía
interesarse más por los procesos afectivos que por los intelectuales, más por
la vida anímica inconciente que por la conciente. El encuentro con un viejo
profesor lo llevó a reflexionar sobre qué era más sustantivo para los
estudiantes: ocuparse de las ciencias que les exponían o la personalidad de sus
maestros. Concluyó que lo último era como una corriente subterránea nunca
extinguida.
Los
cortejaban o se alejaban de ellos, les imaginaban simpatías o antipatías quizás
inexistentes, estudiaban sus caracteres y sobre esa base formaban o deformaban
los suyos. Provocaban sus más intensas revueltas y los compelían a la más total
sumisión; los alumnos espiaban sus pequeñas debilidades y estaban orgullosos de
su excelencia, su saber y su sentido de justicia. Los amaban cuando les daban un
fundamento para ello. Se inclinaban por igual al amor y al odio, la crítica y
la veneración. El psicoanálisis llama ambivalente a ese apronte de opuesta
conducta, y no le extraña pesquisar la fuente de esa ambivalencia de
sentimientos.
El
psicoanálisis enseña que las actitudes afectivas hacia otras personas, tan
relevantes para la posterior conducta, quedaron establecidas en una época
insospechadamente temprana. Ya en los primeros seis años de la infancia el
pequeño consolida la índole y el tono afectivo de sus vínculos con personas del
mismo sexo y del opuesto; a partir de entonces puede desarrollarlos y
trasmudarlos siguiendo ciertas orientaciones, pero ya no cancelarlos. Las
personas en quienes de esa manera se fija son sus padres y hermanos. Todas las
que luego conozca devendrán en sustitutos de esos primeros objetos del
sentimiento, y se le ordenarán en series que arrancan de las imagos del padre,
la madre, los hermanos y hermanas, etc. Así, esos conocidos posteriores reciben
una suerte de herencia de sentimientos, tropiezan con simpatías y antipatías a
cuya adquisición ellos han contribuido poco; toda la elección posterior de
amistades y relaciones amorosas se produce sobre la base de huellas mnémicas
que aquellos primeros arquetipos dejaron tras sí.
Entre
las ¡magos de una infancia que por lo común ya no se conserva en la memoria,
ninguna es más sustantiva para el adolescente y para el varón maduro que la de
su padre. Una necesidad objetiva orgánica ha introducido en esta relación una
ambivalencia de sentimientos cuya expresión más conmovedora se puede ver en el
mito griego del rey Edipo. El varoncito se ve precisado a amar y admirar a su
padre, quien le parece la criatura más fuerte, buena y sabia de todas; Dios
mismo no es sino un enaltecimiento de esta imagen del padre, tal como ella se
figura en la vida anímica de la primera infancia. Pero muy pronto entra en
escena el otro lado de esta relación de sentimiento. El padre es discernido
también como el hiperpotente perturbador de la propia vida pulsional, deviene
el arquetipo al cual no sólo quiere imitar, sino eliminar para ocupar su lugar.
Ahora coexisten, una junto a la otra, la moción tierna y la hostil hacia el
padre, y ello a menudo durante toda la vida, sin que una pueda cancelar a la
otra. En tal coexistencia de los opuestos reside el carácter de la “ambivalencia
de sentimientos».
En
la segunda mitad de la infancia se prepara una alteración de ese vínculo con el
padre. El varoncito empieza a salir de casa y a mirar el mundo real, y ahí hará
descubrimientos que enterrarán su originaria alta estima por su padre y
promoverán su desasimiento de ese primer ideal. Halla que el padre no es el más
poderoso, sabio, rico; empieza a descontentarle, aprende a criticarlo y a
discernir cuál es su posición social; después, por lo común le hace pagar caro
el desengaño que le ha deparado. Todo lo promisorio, y todo lo chocante, que
distingue a la nueva generación reconoce por condición tal desasimiento
respecto del padre.
Es
en esta fase del desarrollo del joven cuando se produce su encuentro con los
maestros. Esto explica esa relación con los profesores de la escuela
secundaria. Estos hombres, que ni siquiera eran todos padres, se convierten en
sustitutos del padre. Por eso aparecen, siendo jóvenes, muy maduros, e inalcanzablemente
adultos. Se trasfiere sobre ellos el respeto y las expectativas del omnisciente
padre de los años infantiles, y luego se los empieza a tratar como al padre.
Les salen al encuentro con la ambivalencia adquirida en la familia, y con el
auxilio de esta actitud combaten con ellos como estaban habituados a hacerlo
con el padre carnal. Si no tomáramos en cuenta lo que ocurre en la crianza de
los niños y en la casa familiar, nuestro comportamiento hacia los maestros
sería incomprensible; pero tampoco sería disculpable. Otras vivencias, se tienen como estudiantes secundarios con
los sucesores de hermanos y hermanas, con los compañeros.
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